El tonto Juan

Nadie que lo conociera podría negar que Juan era un hombre inteligente, poco instruido académicamente—apenas había cursado hasta segundo año de educación primaria—y esto quizá constituía  parte de su buena suerte, pues también era cierto que tenía un gran sentido de la justicia, y cuando estas—inteligencia y justicia—se reúnen con la pobreza, el resultado es casi siempre la cárcel o una muerte misteriosa y violenta.

En fin el caso es que Juan en este momento intuía la consecuencia de haber mandado  a su hija a la escuela, donde la niña heredera de la inteligencia del padre y el arrojo de la madre, había progresado hasta concluir con mención de honor la enseñanza secundaria y se arrepentía al mismo tiempo desde lo más recóndito de sus adentros, por haber comprado dos años atrás aquel aparato de televisión frente al cual, su pequeña pasaba largas horas todos los días.

Ahora la escuchaba y en tanto esto hacía, sentía cada vez más colosal el peso de una sociedad a la que no acababa de comprender cabalmente, pues toda la justicia de su naturaleza se revelaba ante el absurdo.

Falta de instrucción, decían algunos. Todos los indios son así, dirían los otros. Pero la verdad era diferente y Juan lo sabía.  Algunas cosas no son cuestión de etnias ni tampoco de academicismos (como también sabia que la tierra nunca a sido de quien la trabaja, que quien trabaja fuerte y con honestidad difícilmente prospere, que no todos somos iguales y menos aun tenemos las mismas oportunidades y que estas y todas las demás mentiras “sociales” son tan solo una forma de convivencia).

Y así, su figura y todo su ser se empequeñecen a tantos cuanto más escuchaba la voz de su pequeña,¡ cuan grande era la ilusión de su hija!.

Escuchaba sí,  y ya no quería oír, no podría siquiera pensar en la maravillosa casa, el elegante automóvil o todos y cada una de los prodigios cibernéticos que la niña pensaba podría adquirir con el fruto de su trabajo pues estas ilusiones eran tan solo el producto de la falta de experiencia en la vida, que los diez y seis años proporcionan como un regalo a la inocencia.

Veía Juan, por el contrario, en el cuerpo de su hija, a una chiquilla en la que empezaban a surgir formas de mujer y que al igual que muchas otras de aquel pueblo, propone irse a la ciudad a trabajar para poder así continuar estudiando.

Podría él mismo desentenderse, disculparse con su semianalfabetismo, pero no, Juan nunca haría algo así, él pertenecía a esa sub.-cultura, mitad rural, mitad urbana, y en esta última parte había conocido casi sin querer, como terminaban estos sueños.

Cuántas veces había sido, sin poderlo evitar, cómplice del feroz atraco que a la virginidad o a la inocencia de alguna empleadilla se habría cometido por el “patrón”, sus hijos y en algunos casos hasta  por el chofer-pistolero encargado de su transporte y seguridad. Las veía llegar a la oficina del influyente personaje, con la sonrisa y la inocencia a flor de piel, con la certeza de que ahora si cambiaría su destino, con la ilusión de mejoría para ellas y sus familias.  Iniciaban sus labores como si nada y al poco tiempo comenzaba el hostigamiento sexual. Finalmente alguna noche, las veía descender de la elegante suburban, embotadas con alguna droga que había sido mezclada con una– en apariencia inocente– cerveza o en ocasiones con solo la decisión de conservar su empleo para no “defraudar” a su familia y después de algunos días de haberse cometido la felonía, al entrar a su turno de velador, las veía salir sin empleo con unos pesos en la mano y una tarjeta de recomendación pero eso sí llevándose la promesa de “nunca te dejare desamparada”.

En algunas ocasiones las encontró después acompañando a los clientes de alguna cantina o pasadas a segunda mano, es decir, laborando con algún otro influyente, desde luego ahora con muchas menos pretensiones, pero al fin y al cabo sobreviviendo.

Todas estas imágenes desfilaban en la mente de Juan mientras trataba de interrumpir el interminable parloteo de su criatura, para explicarle que sus proyectos chocarán inevitablemente con la codicia, la lujuria y la maldad de aquellos que conociendo  de la impunidad que su posición les otorga, solo la verían como instrumento de sus instintos y pasiones.

Como decirle que en el país en el que viven, nada de lo aprendido es cierto; pues para los que detentan el mando, lo importante es que existan la mayor cantidad de infelices, pues así la mano de obra es barata, la votación es segura y sus harenes se renuevan cada día.

Como hacerle entender que la pobreza es un delito sádicamente castigado y que el trabajo y la preparación no redimen al humilde.  No, no podría hacerlo sin emponzoñar el alma de la niña, pero tampoco podría dejarlo de hacer, pues seria un acto de cobardía e impiedad.

Entonces, recurriré a su madre—se dijo a sí mismo—y a la primera pausa de su hija, corrió hacia Lupe –su esposa–. Le narró lo visto, lo escuchado y le confió todos sus temores. Solicito su ayuda. Entre los dos—le dijo—quizá logremos explicarle. 

Lupe –su esposa—lo escuchó con aire de fastidio y benevolencia, como quien estoico ha cumplido con un sacrificio y una ves hartado el tema, respondió simplemente “lo que pasa contigo es que no tienes ambiciones”.Miro de reojo las formas de mujer que  su niña ya tenia y concluyó :”si se la lleva un rico, que mas que mejor”.

Lo que pasa es que tú Juan, siempre has sido un tonto.

Aap Playa del Carmen, Solidaridad..lunes, 10 de febrero de 2014

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